La relación que desde mi infancia he mantenido con el medio natural, ya fuesen campos de cultivo o reservas naturales, es uno de los condicionantes que han alimentado mi obsesión ante la idea de paisaje y que no ha hecho, más que ayudar a incrementar mi interés por una experiencia de la naturaleza que se centra en el análisis de las relaciones entre el individuo y su entorno.

El paisaje en tiempo real

“El paisaje es cambiante en el tiempo y éste es uno de sus atributos más destacables. Los cambios ocurren a velocidades distintas. En este solapamiento de velocidades, los ritmos de los procesos naturales son a menudo interrumpidos por las intervenciones humanas. La velocidad de algunas de ellas dificulta identificar otros ritmos de transformación más lenta, pero también de vital importancia”.[1]

Si nos propusiésemos el ejercicio práctico de situarnos en el medio físico; término que recoge toda suerte de terrenos, territorios, campos y periferias, y asumiésemos la responsabilidad de enfrentarnos a él, con la mirada poco inocente de la que somos participes, en seguida nos encontraríamos con la imposibilidad de percepción de la que somos victimas y verdugos. La Naturaleza es una expresión de nuestra sociedad: denominamos así o por lo menos tratamos de hacerlo, a toda suerte de elementos no-antrópicos. Naturaleza puede ser la hierba (el color verde es un eufemismo de lo natural/naturaleza), puede ser el agua, la montaña y el conjunto de todos ellos, también lo son las malas hierbas que crecen entre los adoquines de una ciudad y sus periferias donde proliferan acaso en libre disposición toda clase de árboles y arbustos, rocas y arena, que en el caso del desierto constituyen océanos infinitos que nos demuestran que la belleza del paisaje se esconde allá donde no se la esperaba.

En esta pluralidad rodeada de matices, en la que se diversifica tanto el concepto que la explicación de este término se vuelve cuanto menos difícil, empezamos a ser conscientes de que somos sus creadores pero también sus herederos. Sucede algo parecido cuando hablamos de paisaje, es un concepto abstracto, construido con la mirada, percibido desde los sentidos, asumido culturalmente y que podemos apreciar gracias a que tenemos ese bagaje cultural, pero el paisaje, se podría decir: que es antes un lugar que una imagen, un lugar artificial construido por la sociedad en el que se encuentra así mismo la naturaleza, pero siempre modificada o transformada por la intervención humana. 

Hoy somos conscientes de que el paisaje no existe, sino en el encuadre de la fotografía, el lienzo del pintor o en la retina de quien mira y fragmenta la realidad que tiene ante sí y que de esta forma extrae y separa del contexto en el que se ubica para dotarla de unos valores a veces estéticos, otras plásticos, que lo convierten en objeto o instrumento del arte y de la sociedad.

Llegados a este punto la idea seria, asumir que todo lo que tocamos de una forma u otra pasa a ser parte de nosotros y refleja también lo que de nosotros toma. El paisaje ha sido constantemente reconfigurado y lo sigue siendo cada día (no solo con la transformación del medio físico por la mano del hombre). Con cada fotografía, cada cuadro, o con cada mirada somos participes de la pluralidad de elementos que se unen a la definición de paisaje (de la que hablábamos antes). Quizás el problema que surge ante la definición del paisaje es la imposibilidad de delimitarlo, al igual que sucede con el arte u otros términos o conceptos que constantemente evolucionan hacia algo diferente, algo desconocido que no somos capaces de descifrar al primer vistazo. Por lo que se convierte en algo capaz de atraer nuestro interés y dedicación.

Por eso debemos insistir, -y pido perdón por repetir la misma palabra una y otra vez, aunque las palabras necesitan de eco para que se las consiga concebir a veces-, el paisaje debe ser analizado una y otra vez hasta que consigamos ver que es lo que esconde, cual es su verdadera “naturaleza”. ¿Qué es eso que nos atrae y nos condiciona ante determinados elementos caóticos en un primer instante pero que tras encuadrarlos en nuestra retina, pasan a ser iconos que albergan ideas como la de belleza, lo sublime, lo pintoresco o el caos? Cómo ese conjunto de elementos, sin ningún orden aparente, parece dispuesto con alguna malévola intención que provoca en nosotros anhelos olvidados, sentimientos o incluso, me atrevería a decir, instintos que parecen querer despertar una memoria latente, primigenia que nos atrae hacia lo desconocido que ahí habita.

[1] GALÍ, Teresa. Land&scapeseries: Los mismos paisajes, Barcelona, G.G. 2005 p. 18